viernes, 4 de abril de 2025

EXODO PARTE 38

ESTUDIOS SOBRE EL LIBRO DEL
Por C.H.M. CAPITULO 4 He aquí una grande verdad práctica. La incredulidad es el fruto del orgullo y no el de la humildad. Ella resiste a creer en Dios, porque no halla en el yo una razón para creer. Si a causa de alguna cosa que esté en mí, yo rehuso de creer en Dios, hago a Dios mentiroso. (1Juan 5: 10.) Si cuando Dios declara su amor, yo no lo creo, por la razón de que no me creo bastante digno de este amor, hago a Dios mentiroso, y manifiesto el orgullo inherente a mi corazón. El solo pensamiento de que yo pueda merecer otra cosa que el infierno, sería la prueba de una completa ignorancia de mi condición y de lo que Dios demanda de mí; rechazar el lugar que me es asignado por el amor redentor, en virtud de la expiación cumplida por Cristo, es hacer a Dios mentiroso y envilecer el sacrificio de la cruz. El amor de Dios se derrama espontáneamente, no siendo atraído por mis méritos, sino por mi necesidad. No se trata tampoco del lugar que yo merezco, mas del que merece Cristo. Cristo tomó, sobre la cruz, el lugar del pecador, a fin de que el pecador pudiese tener lugar con El en la gloria. Cristo llevó lo que el pecador merece, para que éste pueda participar de lo que merece Cristo. El "yo" es así completamente desechado; esta es la verdadera humildad. Nadie puede ser verdaderamente humilde antes de haber llegado al lado celeste de la cruz; pero allí, halla la vida, la justicia, y la misericordia divina. Entonces se ha terminado para siempre con el "yo"; ya no se busca más, no se espera hallar el bien y la justicia en sí mismo, y sólo es nutrido de la abundancia de otro. Se está moralmente preparado para unir la voz a la de aquellos que, durante los tiempos eternos, harán resonar sus alabanzas en los cielos, diciendo: "No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria". (Salmo 115:1). Sin duda nos sentaría mal si nos detuviésemos demasiado en los errores y flaquezas de un siervo tan honrado de Dios como fué Moisés, del cual leemos que "fué fiel sobre toda su casa, como siervo, para testificar lo que se había de decir". (Hebreos 3:5). Pero si no debemos detenernos en esas debilidades con un espíritu de propia satisfacción, como si en parecidas circunstancias nosotros hubiésemos sido capaces de obrar distintamente, debemos, sin embargo, procurar apropiarnos las santas lecciones que, indudablemente, la Escritura se propone enseñarnos al hablar de estas cosas. Debiéramos aprender cómo juzgarnos a nosotros mismos, y a confiarnos realmente en Dios; a desechar nuestro "yo", a fin de que Dios pueda obrar en nosotros, por nosotros y para nosotros. He aquí el verdadero secreto del poder. Continuará...

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