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viernes, 20 de diciembre de 2024
GÉNESIS PARTE 194
MONTE MORIAH
La conducta y la esperanza del cristiano
Este capítulo, por lo tanto, puede considerarse bajo un doble punto de vista: primero, como presentándonos un principio sencillo y práctico de conducta entre la gente del mundo; segundo, como explicación de la bienaventurada esperanza de la cual el creyente siempre vivirá animado. Si juntamos estos dos puntos tenemos un ejemplo de lo que el hijo de Dios debe ser siempre. La “esperanza propuesta” en el Evangelio es la inmortalidad gloriosa, que, al mismo tiempo que eleva el corazón por encima de las influencias de la naturaleza y del mundo, nos proporciona un principio santo y noble que debe regir toda nuestra conducta en orden a los de fuera. “Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. He aquí nuestra esperanza. ¿Cuál será su fruto moral?
“Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Juan 3:2, 3). Si pronto seré semejante a Cristo, me esforzaré en ser tan semejante a él como me sea posible desde ahora mismo. Por ello, el cristiano debe ejercitarse en marchar constantemente con pureza, integridad y gracia moral delante de todos cuantos le rodean. Es esto lo que hacía Abraham en sus relaciones con los hijos de Het, demostrando en toda su conducta, tal como ella se nos presenta en este capítulo, gran nobleza y verdadero desinterés. Vivía en medio de ellos como “príncipe de Dios” (v. 6), y ellos se habrían sentido felices de poderle hacer un favor; pero Abraham había aprendido a no recibir favores sino del Dios de la resurrección, y, al pagar a los heteos por Macpela, esperaba de Dios la tierra de Canaán. Los hijos de Het conocían muy bien el valor de la “plata de buena ley entre los mercaderes” (v. 16), y Abraham sabía también lo que podía valer la cueva de Macpela. Tenía para él un valor mucho más grande que para los que se la cedieron. Si “la tierra valía” para ellos “cuatrocientos siclos de plata” (v. 15, 16), para Abraham valía más que dinero, porque era las arras de una herencia eterna que, por ser eterna, no podía ser poseída sino por la potencia de la resurrección. La fe traslada al alma de antemano al porvenir de Dios; ve las cosas como Dios las ve, y las estima en su valor según “el siclo del santuario” (Éxodo 30:13). Fue, pues, en la inteligencia de la fe que Abraham se “levantó... de delante de su muerta” y compró un sepulcro, mostrando así su esperanza de la resurrección y de la herencia que depende de la misma. Continuará...
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