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viernes, 18 de octubre de 2024
GÉNESIS PARTE 133
JEHOVÁ HACE PACTO CON ABRAHAM
La fe de Abraham
¡Imposible! Pero Abraham no consideró su propio cuerpo, sino el poder de Dios para levantar de los muertos; y ya que éste es el poder que debe hacer nacer la descendencia prometida, las estrellas del cielo y la arena en las playas del mar no eran más que débiles símbolos; porque ¿qué objeto natural podría posiblemente ilustrar el efecto de ese poder que puede resucitar a los muertos?
Asimismo, si un pecador que oye la buena nueva del Evangelio pudiera ver con sus ojos la luz pura de la presencia de Dios, y descendiera luego a las profundidades inexploradas de su propia naturaleza pecaminosa, podría exclamar con razón: ¿Cómo llegaré yo jamás a la presencia de Dios? ¿Cómo me hallaré yo jamás en condiciones de habitar en esta luz? ¿Dónde está la respuesta? ¿En él mismo? No, bendito sea Dios, sino en aquel Bendito que fue desde el seno del Padre a la cruz y a la tumba y que de allí fue exaltado al trono, salvando de este modo en su Persona y en su obra todo el espacio que separa esos dos extremos. No puede haber nada más elevado que el seno del Padre, morada eterna del Hijo, ni nada más bajo que la cruz y la tumba; pero ¡verdad maravillosa! encontramos al Cristo en el seno de Dios y en el sepulcro. Descendió a la muerte para dejar detrás de sí, en el polvo de la tumba, todo el peso del pecado y de las iniquidades de su pueblo, mostrando en la tumba el fin de todo lo que es humano, el fin del pecado, el último límite del poder de Satanás. La tumba de Jesús es el gran fin de todo. Pero la resurrección nos lleva más allá de este término, y constituye el fundamento imperecedero sobre el cual descansa la gloria de Dios y la dicha del hombre para siempre jamás. Desde el momento en que el ojo de la fe contempla al Cristo resucitado, encuentra en él una respuesta triunfante en orden a todo lo que se relaciona con el pecado, el juicio, la muerte y el sepulcro. El que los venció divinamente, resucitó de los muertos y se sentó a la diestra de la Majestad en los cielos, y, lo que es más, el Espíritu del resucitado y glorificado hace del creyente un hijo. El creyente sale vivificado de la tumba de Cristo, como está escrito: “Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados” (Colosenses 2:13). Continuará...
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