sábado, 28 de septiembre de 2024

GÉNESIS PARTE 113

ABRAHAM Y EL PAÍS DE CANAÁN “El glorioso evangelio del Dios bendito” Pero, si bien Dios corresponde a la fe, también la prueba. La fe tiene, por tanto, sus pruebas. No se debe imaginar que el creyente sólo ha de recorrer un camino fácil y llano. Lejos de ello. Al contrario encuentra sin cesar, mares alborotados y cielos encapotados. Experimenta así de manera más profunda y más madura lo que Dios es para el corazón que confía en él. Si el cielo fuera siempre sereno y el sendero llano, el creyente descuidaría su relación con Dios; sabemos cuán inclinado está el corazón a tomar la paz exterior por la paz de Dios. Cuando todo alrededor de nosotros va bien, cuando nuestras posesiones están seguras, prosperan nuestros negocios, se comportan bien nuestros hijos, la casa es cómoda, disfrutamos de buena salud y, en una palabra, todas las cosas están a gusto, ¡cuán dispuestos estamos a confundir la paz que descansa sobre tal estado de cosas con la que proviene de la sentida presencia de Cristo! El Señor sabe esto y, por lo mismo, cuando descansamos en las circunstancias en lugar de descansar sobre su persona, nos visita y, de un modo u otro, derriba nuestros falsos apoyos. Más todavía, a veces llegamos a creer que tal o cual camino es recto porque está libre de pruebas, y viceversa. Éste es un gran error. El sendero de la obediencia es a menudo de lo más penoso para la carne y la sangre. Por eso Abraham no sólo fue llamado a encontrarse con los cananeos en el lugar al que Dios le había llamado, sino que “hubo... hambre en la tierra” (v. 10). ¿Debía Abraham entender, como consecuencia, que no se hallaba donde debía? Ciertamente que no, porque entonces habría juzgado según la vista de sus ojos, y la fe nunca obra así. Aquello, sin duda, le era una prueba para el corazón, una cosa incomprensible para su naturaleza, pero para la fe todo es claro y fácil. Cuando Pablo fue llamado a Macedonia, casi la primera cosa que halló fue la cárcel de Filipo. Un corazón que no estuviera en comunión con Dios habría visto en esa prueba un golpe fatal a su misión. Pero Pablo no dudó de su condición ni por un momento, y pudo cantar alabanzas a Dios en medio de la misma prisión, seguro como estaba de que todo lo que le habia sobrevenido era precisamente lo que debía ocurrir. Y Pablo tenía razón, porque en la cárcel de Filipo había un “vaso de misericordia” (Romanos 9:23) que, humanamente hablando, jamás habría podido oír el Evangelio si quienes lo proclamaban no hubieran sido echados en el lugar donde estaba ese vaso. A despecho de sí mismo, el diablo vino a ser el instrumento del que Dios se sirvió para que el Evangelio llegara a oídos de uno de sus elegidos. Continuará...

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